¡Que carnavales aquellos! – La Lupe… Ahí na’ ma’

¡Cuéntale a los demás!

Saludos, Ciudadanos del Caribe, un abrazo y mis respetos. En mis años mozo fui un consuetudinario asistente a los Carnavales de Caracas en la Zona Rental de la Plaza Venezuela, allí se presentaban en las carnestolendas las mejores orquestas de nuestro país, de Nueva York, Puerto Rico, etc.

El Carnaval de 1967 es el que más acude a mi memoria, no me pregunten como entré a la Zona Rental, lo cierto es que pague mi entrada (aún tenía 17 años, era menor de edad) pero lo logré.

Imagínense: se presentaban La Lupe y Tito Puente, de verdad que La Lupe era mágica, un huracán, me quedé petrificado, sin bailar mientras ella cantaba, viendo su espectáculo. Sin embargo, la vivencia que les transcribiré no es la mía sino de Aquilino José Mata (hijo) leamos esta interesante anécdota:

Carnavales de 1967, los del Cuatricentenario de Caracas.

«La Zona Rental de la Plaza Venezuela, donde se escenificaban los bailes más populares de la época, con orquestas y estrellas nacionales e internacionales, estaba a reventar.

La razón de tan nutrida concurrencia era más que obvia: el debut en Venezuela de La Lupe con la orquesta del maestro Tito Puente. Nada más y nada menos.

Precedida por los éxitos de su primer disco con el maestro, esas mismas canciones que le abrieron las puertas de la idolatría en nuestro país, todos la esperaban para verla interpretar, “en vivo y directo”, con su desgarrado y muy personal estilo, hitos fundamentales de ese repertorio, títulos como Bomba Na’ Má, Todo, Menéalo, Adiós, Jala jala y Mensaje a Juan Vicente, entre otros imbatibles de su primer álbum con Puente.

La Lupe aún no había llegado al recinto. Todos esperábamos su aparición de un momento a otro. De pronto alguien exclamó: “¡Ahí viene, ahí viene!”, a lo cual, en carrera, acudimos a la entrada para verla, imaginándola en una algarabía de saludos, sonrisas y actitudes jacarandosas, tal y como se proyectaba en sus canciones. Nada de eso.

La mujer apagada y con la mirada triste que vimos traspasar el umbral de la Zona Rental de la Plaza Venezuela entró como una tromba, preguntando por su camerino como si se tratara de una tabla de salvación ante tanto asedio. Envuelta en un tapado de piel marrón, con las pestañas larguísimas y su clásico moño postizo -el mismo que no pocas veces lanzó a la audiencia en sus momentos de frenesí interpretativo más afiebrado- siguió la ruta hacia el camerino sin saludar ni mirar alrededor. Nadie entendía nada.

Pero media hora después, al irrumpir en el escenario, la transformación de la diva era notoria. Parecía otra mujer, muy distinta a la que, casi cabizbaja y con desgano, acabábamos de ver. Sin mayores preámbulos, empezó su repertorio, esta vez sí como la imaginábamos: un derroche de gestos excesivos, gritos y exclamaciones a medida que el compás de la música se hacía más contagioso, golpes en el pecho y en las piernas con las palmas de las manos, así como epilépticos movimientos corporales, que hacían temer que de un momento a otro se desarmaría. La gente, por supuesto, no bailaba. Nadie quería perderse tan inusual espectáculo.

Yo acababa de salir de la adolescencia -apenas tenía los 18 años de rigor para poder acceder a aquellos saraos del carnaval caraqueño- y no entendía este doble comportamiento de nuestra adorada cantante. Claro que con el paso de los años, al conocer el devenir de su vida, de sus altos y sus bajos profesionales, de su caída en no pocos excesos y, finalmente, tras la declinación de su fulgurante carrera, luego de haberse retirado para buscar la paz en la religión evangélica, lo comprendí todo.

El de La Lupe fue un transcurrir vital difícil, terrible, tan desgarrado como su voz. Finalmente, emergió de las tentaciones que la fama y el éxito le proporcionaron, a las que cedió sin pausa ni tregua, pero no para retomar el canto que la elevó a la consagración definitiva, sino para aislarse a través de la búsqueda de la paz espiritual, hasta el momento de su muerte en el neoyorkino distrito de Queens.

Y así fue la estela que dejó, marcada por las excentricidades de una vida que se bebió de un sorbo, pero cuya impronta crece con los años, aún y con su desaparición física. Y es que ella, como toda reina, al morir siguió viviendo más que nunca en los corazones de quienes la amamos, la admiramos y, ¿por qué no decirlo, la comprendemos.”

Ciudadanos del Caribe, nada más propicio que dejarlos con la canción Mensaje a Juan Vicente interpretado por La Lupe y la Orquesta de Tito Puente, en homenaje a Caracas Cuatricenteria y sus carnavales, esta composición es del maestro Billo Frometa.


Me despido, Ciudadanos del Caribe, espero hayan disfrutado de la vivencia de Aquilino.

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