Pero esta noche… la paso contigo

¡Cuéntale a los demás!

No había tertulia en el barrio -no, en el barrio no-, ni en la ciudad; ¿qué digo ciudad?, en el país; ¿qué país?, en el continente, en que no se hablara de ellos. Yo era aún un mozalbete y solo atinaba a ver a mis padres en aquellas parrandas de patio, cantando sus canciones, mientras mis primas se enfrascaban en la disputa sagrada: quién era más bello, si Sandro o Germain.

“Es que Sandro es un toro, ¿viste cómo se mueve cuando canta ‘una muchacha y una guitarra para poder cantar… pampampam’? Ese movimiento pélvico, ¡Diooooossss! En cambio, el otro, ni se mueve; parece un palo sembrado allí”.

La verdad, yo no les prestaba mucha atención a esas comparaciones de culto. Lo que sí sabía, con la pedantería precoz del que descubre un dato inútil, es que Los Ángeles Negros no tenían su nombre por el poema de Andrés Eloy Blanco, sino que Sergio Rojas, un integrante, lo tomó de otra banda chilena: Pat Henry y Los Diablos Azules. Y para hacer el contraste le puso Los Ángeles Negros.

Por entonces, yo iniciaba mi primer año de bachillerato. Corría 1972. Con apenas dos emisoras en la ciudad, era lógico que los éxitos de Los Ángeles Negros se nos grabaren a fuego por la repetición radial. La pregunta que flotaba en el aire polvoriento de Paraguaná era obvia: ¿llegarían a presentarse aquí algún día? Pues llegó. Y el alboroto, imagínenlo.

Un estadio insuficiente

Las entradas para el estadio -el sitio elegido para acoger a la multitud- volaron. Mis padres y medio barrio se quedaron con los crespos hechos. Pero, como en los mejores relatos, surgió el osado, el iluminado que abreva en el ingenio de la necesidad. Un pana propuso lo impensable: “Vamos igual”. ¿Cómo? ¿Sin boletos? “Sí -dijo-, porque de que vamos, vamos”.

La conspiración tomó forma. Otros vecinos, los del sector contiguo que tenían prácticas de béisbol en ese mismo estadio, supieron que ese día no entrenarían porque montarían la tarima. Acudieron entonces a su entrenador, Hugo “La Pava” Medina, para que les diera la coartada perfecta. La Pava accedió con la condición de un contrabandista: “Si quieren verlos, vengan a las 5:30 de la tarde. Los escondo en el depósito, pero de ahí no salen”. Y así lo hicieron. Pero la genialidad local, encarnada en Cheo Meneses, añadió el detalle logístico: sanguches de mortadela y queso y litros de refresco para la espera. Incluso, en el aburrimiento del encierro, con un martillo hicieron unos agujeros en la pared del depósito —que quedaba en diagonal al escenario— para tener una vista de francotiradores melómanos.

Mientras tanto, nuestra expedición alternativa llegó a la pared del centerfield. Pronto caímos en la cuenta: desde allí no teníamos ángulo ni para la desesperanza. Así que, como contrabando que se arrastra, fuimos bordeando la cerca hasta colarnos entre la tercera base y el rightfield. La vista era de perfil, pero era nuestra.

Paraguaná les quitó el luto

Finalmente, salieron. Vestidos de negro, como correspondía a su nombre. La voz de Germain de La Fuente hipnotizó a la audiencia, que coreaba cada tema: Y volveré, Cómo quisiera decirte, Murió la flor, entre tantas, cerrando con el himno clandestino de todas las parejas: Esta noche la paso contigo. Las mujeres lloraban; los hombres cantaban con una unción que delataba sus nostalgias; y nosotros, muchachos al fin, nos reíamos de aquellas emociones adultas que nos parecían exóticas.

Sin embargo, los organizadores no habían previsto un detalle telúrico: el estadio no tenía grama. El suelo era de tierra y caliche, y cada ráfaga de viento -ese viento de Paraguaná que todo lo sabe- levantaba una polvareda. Germain se pasaba la mano por los ojos, incómodo, mientras la tierra se le metía en las pupilas. A nosotros, nativos de la península, aquello nos parecía una brisa más. Pero ellos, pobres ángeles urbanos, no supieron cómo domar aquel viento salitroso e inesperado. Al terminar el show, se pararon al frente a recibir los aplausos que el polvo no logró opacar. Al día siguiente, el comentario popular fue impecable: “Los Ángeles Negros llegaron a Punto Fijo… y se fueron amarillos”.

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