
Hay voces que no se olvidan, como la de la madre cuando llama a comer, o la del locutor que anuncia los premios de lotería en la radio. Pero hay una que se cuela por las rendijas del alma y se instala sin pedir permiso: la de Julio Jaramillo, el rey indiscutible de las rockolas, el ecuatoriano que convirtió el despecho en patrimonio cultural latinoamericano. Si usted tiene más de 45 años y alguna vez lloró con un trago en la mano mientras sonaba Nuestro juramento, entonces sabe de lo que hablo.
Ecuatoriano insuperable
Julio Alfredo Jaramillo Laurido nació en Guayaquil en 1935, cuando los boleros aún se cocinaban a fuego lento en las emisoras de onda corta. Y desde joven, su garganta fue una mezcla de terciopelo y aguardiente, de esas que cuando la escuchas sabes que no es la mejor; pero que por alguna razón desconocida es capaz de hacer que hasta los más machos se pusieran sentimentales para llorar a moco tendido en una barra junto al cantinero o para cantar con él en una mesa de pantry de algún bar de carretera.
Julio Jaramillo no tenía estudios musicales formales, pero sí una intuición melódica que lo hacía parecer tocado por los dioses del bolero, el vals y el pasillo. Su carrera comenzó en emisoras locales, donde cantaba como quien confiesa sus pecados. En 1956 grabó Fatalidad, y desde entonces, el mundo se rindió ante su voz. Pero fue Nuestro juramento la que lo catapultó al Olimpo de los románticos empedernidos. Esa canción, que parece escrita por alguien que acaba de ser dejado por carta, se convirtió en himno de los corazones rotos. Y no exagero: en algunos países, se usaba para cerrar cantinas y abrir heridas.

Julio no era un hombre de escándalos mediáticos, pero sí de pasiones intensas. Se casó varias veces, tuvo más hijos que discos de oro (y eso es decir mucho); en Venezuela no sé cuántos tuvo, aunque aquí en Punto Fijo, mi ciudad natal, dicen que dejó uno en una barriada llamada Las Piedras; y por eso vivió como cantaba: con intensidad, sin pausas, y con una melancolía que parecía venir de otra vida.
Políglota del despecho
No solo cantaba boleros. También se paseaba por el vals peruano, el tango argentino, el pasillo ecuatoriano y hasta la ranchera mexicana. Era un políglota del despecho. Su voz tenía la capacidad de hacer que un vals sonara como una súplica y que un tango pareciera una confesión. No importaba el género: si Julio lo cantaba, usted lo sentía. Y aquí es donde viene lo curioso, pues, aunque su música hablaba de dolor, abandono y traición, la gente lo adoraba con alegría. En sus conciertos, los aplausos eran más intensos que los suspiros. Era como si el público dijera: “Gracias por recordarme que me dejaron, pero eso sí, con estilo”.

Julio grabó más de 4.000 canciones. Sí, leyó bien: cuatro mil. Eso equivale a escuchar una canción diaria durante más de diez años sin repetir. Su ritmo de grabación era tan frenético que algunos estudios decían que Jaramillo no cantaba, sino que dictaba emociones. Grababa en una sola toma, sin correcciones, como quien sabe que la perfección está en la imperfección.
Su voz cruzó fronteras. Fue amado en Colombia, Perú, México, Venezuela y hasta en Estados Unidos, donde los latinos lo escuchaban como quien llama a casa. En cada país, su música se adaptaba como un traje hecho a medida. Y aunque nunca fue un ídolo de masas al estilo de Elvis, sí fue un ídolo de almas, que es mucho más difícil.
El despecho menos amargo
Cuando murió en 1978, a los 42 años, dejó un vacío en el despecho latinoamericano. Su funeral fue multitudinario, como si Guayaquil entero hubiera decidido llorar al mismo tiempo. Y no era para menos: se iba el hombre que había puesto voz a nuestras penas, que había hecho del despecho una forma de arte, y que nos enseñó que llorar no es debilidad, sino una necesidad, un drenaje de penas y letanías.

Hoy, sigue vivo. En cada cantina donde suena Odiame, en cada serenata donde alguien se atreve con Cinco centavitos, y en cada corazón que se rompe con dignidad. Pero también en cada diciembre cuando nos dice:
Campanitas que vais repicando
Navidad, vais alegre cantando
Y a mí llegan los dulces recuerdos
Del hogar bendito, donde me crié…
Claro, con el remate de tragedia que siempre le caracterizó:
Oh, qué triste es andar en la vida
Por senda perdida lejos del hogar
Sin oír una voz cariñosa
Que diga, amorosa: Llegó Navidad.
Julio Jaramillo, sin duda, fue un cronista del alma, un poeta del abandono, y un amigo que siempre estaba ahí, en el tocadiscos, cuando más lo necesitábamos. Habría cumplido 90 años el primero de octubre, y, a pesar del olvido de su onomástico en Ecuador, en toda Latinoamérica se le recuerda con cariño. Así que, si alguna vez te sientes triste, no lo dudes: ponte a Julio, sírvete un trago, y recuerda que el despecho, con buena música, sabe menos amargo.





